¿Por qué tanto miedo?

Yo, en mi silencio, no comprendía nada. ¿Por qué tanto miedo?
Nadie se dio cuenta de cuándo, ni cómo empezó todo. Sólo una criatura pelirroja que se preguntaba por las acciones de sus padres. ¿Mamá, por qué papá está tan enfadado? ¿Por qué ya no te pones esa blusa? ¿Por qué dejas el gimnasio, si te encanta? Pequeños detalles de los que nadie se percataba. Pero poco a poco, todo iba en aumento. Yo, desde mi inocencia, veía cómo mi madre se dejaba destruir por aquel hombre. Se aislaba en casa, sólo mi padre salía de ella. Se quedaba allí, haciendo tareas, criándome lo mejor posible, intentando que yo fuera feliz a pesar de todo.
El tiempo pasaba, los gritos iban en aumento, cada día, cada noche. Y esa mujer que velaba por mi felicidad lloraba cada vez que él se largaba dando un portazo. Yo siempre intentaba consolarla. “Tranquila, mamá, todo pasará.”
Pero eso no ayudaba, cada vez eran más las ojeras que enmarcaban sus ojos. A penas dormía, y yo la veía dando vueltas para conciliar el sueño en el sofá.
Y así llegó el momento en el que no sólo estaba obligada a cubrir su piel por no enseñarla, si no para no mostrar que estaba cubierta de manchas amoratadas. Los gritos de él seguían humillándola, cada vez con más insultos. Yo no quería saber. Me encerraba en mi armario, me tapaba los oídos y cerraba los ojos muy fuerte. No quería que mi madre sufriera así, no quería ese vacío en el estómago ni seguir con esa situación. Tampoco podía llorar, o me tocarían a mí los golpes que escuchaba. Pero odiaba sentirme tan impotente.
A veces, la encontraba llorando en el suelo. “Me he caído”. Nos mentíamos. Ella me daba una excusa y yo fingía aceptarla.
De repente, llegó un día en el que la casa quedó muda. Él había desaparecido con la maleta y sus cosas. A mi madre, le llegaban sms con fotos de playas preciosas, mensajes que decían “ahora estoy mejor, no volveré”. Mi madre continuaba llorando, pero yo, sabía que el hecho de que él se hubiera marchado, era lo mejor que podía ocurrir.
Sin embargo, ella no se recuperó. El miedo se había quedado muy hondo en su corazón. Creía en la existencia de mentiras que nadie contaba, temía lo que se pudiese ocultar en cada esquina. Temía que alguien nos hiciera daño.
Yo, por mi parte, decidí que jamás permitiría algo así. Que nunca me dejaría pisotear. Que no me permitiría ser vulnerable. Que sería una persona muy fuerte.
Y eso, es lo que intento cada vez que abro los ojos.

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